sábado, 13 de julio de 2013

Asesinato.


El hombre tomó el revólver en su mano, con determinación, lo puso en la boca de su víctima. Los ojos de este reflejaban temor puro.Los labios temblaban. Sabía que su asesino no dudaría. Sin embargo, no podía decir de este que fuera un ser malvado.  Sus gestos eran tan ajenos a cualquier pensamiento que pensaba que estaba a punto de morir en las manos de un recién nacido.  Y en efecto, el asesino no hablaba, ni expresaba la más mínima cosa, solo miraba y actuaba como si una fuerza superior lo controlara con la mayor calma. ¿Qué era esta extraña situación?  Un día que empezó de la manera más común, terminaba con su muerte, a manos de un enajenado, alguien tan inocente de sus propios actos que no se le podía culpar, casi un ángel, un ángel.
Sentía un temor gigante. Aquella mirada lejana y el frío metal del arma en su boca. Había algo que estaba mal, terriblemente mal. ¿Por qué morir en una noche tan absurda? No habían muchas estrellas en el firmamento, el cuerpo no había conocido paz, ni gloria, ni dolor. Era una noche triste, noche seca. Hay algo de voluptuosidad en la muerte. Es sensual saber que se cruzan los límites del cuerpo, que se juega a caricias peligrosas con el borde de la existencia.
¿Podría ser? Solo recordaba algo, una palabra, un rostro, un asesino, un niño, una noche.                                  
Pero entonces miró bien: El asesino era él. Y su víctima, él.   Disparó el arma.

Y aun se le sigue viendo, muerto, andar por las calles.
Extrañando a alguien que mató.