El hombre tomó el revólver en su mano, con determinación, lo
puso en la boca de su víctima. Los ojos de este reflejaban temor puro.Los labios temblaban. Sabía que su asesino no dudaría. Sin embargo, no podía decir
de este que fuera un ser malvado. Sus
gestos eran tan ajenos a cualquier pensamiento que pensaba que estaba a punto
de morir en las manos de un recién nacido. Y en efecto, el asesino no hablaba, ni
expresaba la más mínima cosa, solo miraba y actuaba como si una fuerza superior
lo controlara con la mayor calma. ¿Qué era esta extraña situación? Un día que empezó de la manera más común,
terminaba con su muerte, a manos de un enajenado, alguien tan inocente de sus
propios actos que no se le podía culpar, casi un ángel, un ángel.
Sentía un temor gigante. Aquella mirada lejana y el frío
metal del arma en su boca. Había algo que estaba mal, terriblemente mal. ¿Por
qué morir en una noche tan absurda? No habían muchas estrellas en el
firmamento, el cuerpo no había conocido paz, ni gloria, ni dolor. Era una noche
triste, noche seca. Hay algo de voluptuosidad en la muerte. Es sensual saber
que se cruzan los límites del cuerpo, que se juega a caricias peligrosas con el
borde de la existencia.
¿Podría ser? Solo recordaba algo, una palabra, un rostro, un
asesino, un niño, una noche.
Pero entonces miró bien: El asesino era él. Y su víctima,
él. Disparó el arma.
Y aun se le sigue viendo, muerto, andar por las calles.
Extrañando a alguien que mató.
Extrañando a alguien que mató.
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