miércoles, 28 de noviembre de 2012

Oración.


3: 56 a.m.
Raras veces una luna llena sobrevive hasta la madrugada. Hoy  es un día cualquiera. Tardé bastante en levantarme, hay algo en mí que pesa y está encadenado. Por otro lado un brillo de lucidez se posa sobre mí y no quiere dejarme en paz. La verdad es que detesto dormir que hago lo posible por acostarme tarde y levantarme temprano, pero siempre resulto haciendo lo opuesto. Hoy desperté en la madrugada pero solo una mitad de mi está viva.
Los seres humanos somos una carrera en contra de la putrefacción. Eso pienso mientras me cepillo los dientes. ¡Es idiota! ¿Por qué cepillarse los dientes? Inventamos mil y una cosas artificiales para estar limpios. Más “limpio” no es nuestro estado natural, es solo una fachada debajo de la veloz acción de la descomposición. Desde que nacemos y tocamos el aire, nuestra carne se precipita precozmente a desintegrarse.  Es de imaginarse, cada vez que nos enfrentamos a un espejo, la imagen de nuestro cuerpo roído por los gusanos en la tumba. Eso es lo que somos, en términos básicos, es nuestro verdadero rostro.
Recé una pequeña oración a los dioses callejeros. En este sitio es el Blocksberg donde sea, en todas las esquinas se celebra la noche de Walpurguis. Pienso en cuantas personas mueren desangradas por un puñal, cuantos tienen un orgasmo, cuantos duermen, cuantos lloran, cuantos sufren de insomnio, cuantos tocan un instrumento musical en este preciso instante. De seguro, los más malditos serán los últimos.  El sol, por ventura, no saldrá en unas horas.
Un tumulto de voces habita mi cabeza, las voces de los antiguos. Sé que quieren, quieren sacrificio. No soy yo, ya me libré de toda cadena de culpa. Hay seres en mí que impulsan mi actuar. Hay seres que me piden carne humana. Yo solo soy un sacerdote de su culto, el que le celebra sus ritos de cobre.
Allí esta, en silencio. Todos tenemos una forma de escape. Sus seis rayos de plata esperan pacientes. Duele a veces verla, siempre reposando en su acústica sagrada. En el silencio más puro, los misterios ocultos de la tierra. Su madera me llama.
Todo lo cubre la bruma. La mañana esta blanca. Suena el celular. Una voz desesperada me repite que me ama. Una amiga de infancia me habla desesperada al otro lado del teléfono. Nunca me había manifestado prueba de amor y ahora dice que soy lo único que tiene en la vida. Salgo hacia su casa.
La casa está a oscuras, la puerta está abierta. Cuando entro a la sala, me encuentro al cuerpo de su madre abierto de par en par. Hay sangre por todos lados. Seguí rápidamente hacia las habitaciones, su padre, degollado, estaba tendido sobre las escaleras que daban al segundo piso. Escuché gemidos, tal vez no era muy tarde para salvar al hermano pequeño. La llamé furioso, pero mi voz se perdió entre la noche. Cuando llegué ella comía del vientre del niño. Estaba tendida como un animal sobre su presa. Mi espíritu no lo soportó,  llevaba tanto tiempo controlándome. Me abalancé con furia sobre ella, la lancé contra una pared, mordiéndola en el pecho. Ella se batía, intentando luchar hasta lograr rechazarme. Volví sobre ella, le disloqué un brazo y  la inmovilicé sobre el suelo. El puñal ensangrentado yacía al lado del cuerpo del niño. Lo tomé y lo puse sobre su cuello.
“Libérame de este fluir voraz del tiempo. Soy una muñeca, un títere de los espíritus que rondan. Dame ardor y vuelo. Dame el tierno toque del amanecer, el día nuevo en el Valhalla.”   
Pude matarla, pude matarla y olvidarlo todo, continuar sin comer carne.  Pero no, estaba cansado de regularme, de vivir encerrándome a mí mismo en una jaula. Al final, todo es putrefacción disimulada.  
La recosté sobre el piso y tomé el cuerpo del niño. Con el cuchillo le abrí la nuca, y  llevándolo hasta ella le ofrecí parte de su espalda. Empezamos a engullir desde el cuello hasta quedar solo huesos y restos indigeribles.  El silencio se tejía alrededor de nosotros como el hilo de la Moira.
Me procuró en palabras leves amor eterno. Yo no quería escuchar su voz. Me desagradaba inmensamente que alguien hablara mientras el rito de consumación.
“Baño en sangre la tierra de la Madre. Malelí y Palelí están aquí presentes en las manos del celebrante. El alma terrible de la pantera guíe mis pasos hacia un mañana delirante. Todo lo que fue carne sea sagrado, todo a lo que nuestras palabras se eleven se acerque al universo inmenso. Yo te ofrezco, espíritu, mi furia.”
La antigua oración de Antígona.
Continuamos todo el día consumiendo la carne de sus padres. Amaneció, atardeció y anocheció. Al final estábamos tan exhaustos, que dormimos tres días enteros. Cuando desperté, se había suicidado. La devoré también.
Nunca, lo juro. Nunca volveré a cepillarme los dientes.

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