sábado, 9 de julio de 2011

Su silencio no fue bastante prominente.

Su silencio no fue bastante prominente, fue un destello rápido antes de que empezara a golpear las paredes y las rejas, gritando a un volumen inhumano palabras entrecortadas. Tal vez no entendía muy bien su situación, luchando incansablemente contra la sombra de lo desconocido, el miedo a lo oscuro y lo apretado, o simplemente el deseo instintivo de pelear ante sentirse apresado. Era un muchacho de mediana estatura, bastante grueso en si, con el cabello largo. En su pecho se notaban bien las marcas de los golpes que ya había recibido de los demás de la tribu. Este apenas entraría nuevo, esta era su prueba de fuego, pero no me daba muchas señales de confianza, aún después de estar atrapado y vencido, mantenía en su boca una sonrisa triunfante, casi macabra, destellando un aire de superioridad bastante absurdo con la situación real en la que se encontraba. Claro está, que esta sonrisa solo se mostraba mientras guardaba la calma, pues ante el mínimo asomo de movimiento ante sus ojos, estrujaba contra las cadenas y las paredes, gruñía como una bestia herida tratando de librarse de la muerte. Esto me agradaba, poseía una fuerza descomunal y una mente salvaje.

Yo me sentí igual, hace varios años, cuando estuve en el mismo lugar que él, aturdido y golpeado, con las cadenas atándome las manos cerca al frío muro sucio y musgoso. Sintiendo como desde adentro esta nueva existencia me llenaba de cuchillos desenfrenados el cerebro. Guardando silencio, siempre. Mientras la oscuridad tan hermosa y lánguida se posaba en mis huesos, guardando en sí la pureza de una sed insaciable, miles de noches interminables bañadas a luz de Luna, repletando con ese inmediato deseo de ser eterno en el resplandor de un solo instante. Habitar, en sí mismo, el aire maldito y sagrado de la Tierra. Asesinar de una sola vez al tiempo.

Una lujuria mítica me llenaba el espíritu, esa noche hace miles de años, cuando comenzaba a nacer nuevamente. Los relojes se torcían, pálidos de dolor, ante mí. Mientras la madre tierra me susurraba lentamente palabras cariñosas y suaves, tiernamente preparando un florecer nuevo, un quebrantamiento de la realidad ante el cual crecía ferozmente una dimensión distinta.

Estaban todos allí mirando, resoplando exaltados, una transformación nueva, una metamorfosis mental, la distorsión de mis sentidos hasta volverlos completamente únicos. Ellos eran, en común, un grupo de miradas que conectaban directamente al corazón de Ella. La madre, eterna y serena. Y no era mentira, ni una impresión errónea a causa de mi estado, en realidad desde la profundidad de sus ojos se sentía la intensa conexión con la naturaleza en si misma. Ya no eran completamente humanos, sino hijos de las selvas, raíces andantes de los bosques, arboles danzantes del inmenso país vegetal.

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